Por Alejandro Alarma Cabrerizo
El argumento que se esgrime para defender la aplicación del salario mínimo interprofesional es siempre el mismo: la defensa de los derechos de los trabajadores más vulnerables. Es decir, se entiende que con la aplicación de un salario mínimo se protegen mejor los derechos del trabajador y se conseguirá también un mejor reparto de los “ingresos”, que no los “beneficios” de una actividad empresarial. Por tanto, además, se le atribuye al salario mínimo unas virtudes como catalizador para una mejor redistribución de la riqueza.
Nada más lejos de la realidad. Su efecto es más bien contrario a los beneficios que sus defensores predican. ¿Por qué comento esto? Principalmente por una cuestión de teoría económica, además de por los resultados obtenidos donde se ha aplicado.
La única variable a tener en cuenta cuando hablamos del salario minino es la “productividad”. El salario está directamente relacionado con la productividad y por lo tanto, cualquier subida salarial que no vaya de la mano de un aumento de la productividad tendrá solo un impacto en el nivel de precios, provocando inflación.
El principal error de los defensores del salario mínimo es tomar como referencia el “salario nominal”, lo cual no deja de ser otra gran equivocación. Para comprobar correctamente cómo se encuentra el poder adquisitivo de los trabajadores debemos tomar como referencia el “salario real”. Y sabemos perfectamente que éste, solo presenta mejorías cuando ocurren dos cosas: el ya comentado aumento de la productividad y un aumento de la inversión.
El salario real sirve para mostrar si el poder adquisitivo del trabajador se ha reducido como consecuencia de la inflación, o si por el contrario ha aumentado, lo cual sería ideal. Podemos encontrarnos con casos donde el trabajador ha experimentado un aumento salarial, pero este no se ha traducido en un aumento de su poder adquisitivo. Por tanto, la única subida que nos debería interesar son las subidas del salario real ya que se traducirían en un mayor poder adquisitivo para el trabajador. Pero mientras no aumente la productividad, estas subidas solo serán artificiales, como las provocadas por subidas automáticas o programadas del salario mínimo.
Voy a utilizar como ejemplo datos de una economía dinámica como la norteamericana, donde se llevan recopilando estadísticas desde principios del siglo XIX. El primer aumento salarial en EEUU decretado por el gobierno federal ocurrió en el año 1938, y tuvo como resultado un aumento significativo de la tasa de desempleo, especialmente entre los trabajadores con menos formación, curiosamente aquellos a los que estas medidas pretenden ayudar.
Y ¿porque?. Pues, como dice el adagio: «there is no free lunch». En castizo: «no hay tal cosa como una almuerzo gratis, o no es almuerzo, o no es gratis». Cada vez que el gobierno impone una subida del salario mínimo, las empresas actúan en consecuencia, reduciendo personal, jornada laboral, quitando beneficios y por supuesto aumentando el precio final de sus productos. En definitiva, trasladando a los consumidores y por ende a los trabajadores más desfavorecidos el aumento del coste de la contratación.
Por lo que se ve, los políticos parecen no enterarse, o bien, prefieren seguir con el discurso electoralista y populista. Desde 1938 el salario mínimo en EEUU ha experimentado subidas en veintidós ocasiones. Según un estudio publicado en 2012 por Mark Wilson, los aumentos del salario mínimo en gran parte del siglo pasado no tuvieron ningún efecto a la hora de reducir el número de ciudadanos en situación de pobreza. Todo esto unido a los efectos que una subida de precios tendría sobre la inflación son argumentos más que sólidos para posicionarse en contra de la intervención del Estado a la hora de regular las condiciones económico-laborales.
Desgraciadamente, el control sobre el salario mínimo no es la única injerencia del Estado en las relaciones empleado-empleador. Tenemos los dichosos convenios colectivos regulados por sindicatos y gobierno, y que imponen a la fuerza a empresas con realidades económicas totalmente distintas en una especie de “café para todos” que solo sirve para reducir la flexibilidad de las mismas y entorpecer a los empresarios y trabajadores, que son realmente quienes mejor conocen su realidad y podrían establecer sus relaciones de forma más eficiente.
Mientras siga primando el discurso populista y desfasado de la actualidad, y continúe imperando el grito a la razón, seguiremos siendo castigados por un sistema que limita nuestras libertades y nos empobrece a todos.
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