Mi padre nunca tuvo confianza en mí. A menudo lo vi mover la cabeza en un gesto de desaprobación y aburrimiento tras echar un vistazo a mi boletín de notas.
Aunque me guardase de manifestarlo, su desesperación me resultaba divertida. “No llegará a ningún sitio” concluía.
Mi padre era un luchador que no se daba fácilmente por vencido. Como la idea de abandonarme a mi suerte le causaba pavor, recurrió a toda clase de artimañas “para hacerme reaccionar”.
Doy fe de que utilizó métodos y estratagemas inimaginables. Castigos y premios, broncas y halagos, dureza y benevolencia se sucedieron arbitrariamente en el trato que me deparó durante mis años de estudio.
El caso era que, mal que bien, iba sacando los cursos.
Mi padre quería que yo fuese como Julio Sandoval, que tuviese sus notas, su desenvoltura, su don de gentes. Incluso, y no quiero pecar de exagerado, su timbre de…
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