Como sabéis, no tengo mucha vida social, por decisión propia. En ocasiones sin embargo, me veo obligado. Me gusta y no me gusta. Estoy atrapado entre la necesidad normal de contacto humano y mi desesperación al ver como piensa y siente una mayoría.
Tras hacerse las gestiones necesarias, no logré “escaquearme” sin parecer tremendamente descortés y finalmente llegó ese momento que siempre temo: la comida en grupo.
Me hice la promesa de no hablar de la ley del tabaco si no venía a cuento. Al fin y al cabo, la comida era en una casa donde los dueños, que no fuman, no tienen inconveniente en permitir fumar antes, durante y después.
Como menú, centollos y bonito del Cantábrico. Como lubricante social y refresco, excelente sidra asturiana de un llagar que no mencionaremos.
Y tras eso, la charla. La de los cafés y tabaco y licores. La que solía haber en…
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