El croupier de esta original ruleta española se llama Mariano Rajoy. Es éste quien, con su temeraria política de medios de comunicación, ha permitido que Pablo Iglesias pudiera dar el salto de las tertulias a la política.
Por: Carlos López Díaz
¿Quién no ha oído hablar del siniestro juego de la ruleta rusa? Se hace girar el tambor de un revólver, cargado con un único cartucho, se apoya el cañón del arma en la sien y se aprieta el gatillo. Según el número de balas que puede alojar la pistola (habitualmente, de cinco a nueve) la probabilidad de morir oscila entre el 11 y el 20 por ciento.
El próximo 26 de junio, los españoles tenemos una nueva oportunidad de practicar nuestra propia versión de ese juego infernal, votando en las elecciones legislativas. En este caso, la bala mortal es Unidos Podemos. Pero no se trata sólo de que las medidas económicas que defienden Pablo Iglesias y Alberto Garzón arruinarían el país (¡aunque no es poco!) en menos tiempo que lo hizo el chavismo en Venezuela, que al menos cuenta con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo.
Aunque el PP de Mariano Rajoy se empeñe en observar el mantra de que la economía lo es todo, esto no es cierto, porque la economía no es un aspecto de la sociedad aislado de lo demás. El problema de Podemos no es que sea comunista. Siempre han concurrido comunistas a las elecciones. Pero esta vez se hallan en posesión de la técnica de toma del poder ensayada en Venezuela con gran éxito (para los dirigentes, obviamente).
El “socialismo del siglo XXI” no es más que el viejo comunismo de siempre, pero adaptado a sociedades democráticas mucho más desarrolladas que la Rusia de Lenin o la China de Mao. Es decir, el peligro de Podemos es que alberga posibilidades de triunfar.
Los comunistas actuales saben que tienen que alcanzar el poder y mantenerse en él, al menos durante los primeros años, mediante el sufragio universal. Saben también que la economía totalmente planificada al estilo de la URSS es inviable: ahí está el ejemplo del Partido Comunista chino, que sigue gobernando con mano de hierro el país más poblado del mundo, permitiendo astutamente que la economía de mercado conviva con un sector público colosal.
El comunismo de Podemos es una ideología totalitaria que divide el mundo en buenos y malos, con el fin de implantar una dictadura encubierta por un Estado de derecho de cartón piedra. Pablo Iglesias y los suyos saben muy bien qué tienen que hacer cuando entren en el gobierno, les toque o no la presidencia: infiltrarse en todas las instituciones del Estado, en las principales empresas públicas e incluso privadas, en los medios de comunicación, en las Fuerzas Armadas y los servicios secretos. En parte han empezado a hacerlo ya, pero desde el consejo de ministros podrán llevarlo a cabo de manera mucho más sistemática e irresistible.
Una vez has colocado a toda tu gente en los principales puestos del poder político, económico y cultural, hasta puedes permitirte el lujo de perder las elecciones (aunque no sea plato de gusto), porque con tus jueces, tus periodistas mercenarios y tus matones parapoliciales harás frente incluso al poder legislativo. Pero no adelantemos acontecimientos. Podemos todavía no ha bolivarianizado España; ni siquiera nos hemos disparado en la sien.
Estamos ahora en la fase de preguntarnos quién ha cargado el revólver, aunque no haya que buscar mucho. El croupier de esta original ruleta española se llama Mariano Rajoy. Es éste quien, con su temeraria política de medios de comunicación, ha permitido que Pablo Iglesias pudiera dar el salto de las tertulias a la política.
Pero ha hecho mucho más que eso. Al asumir toda la legislación de Zapatero, este gris registrador de la propiedad ha convertido definitivamente al Partido Popular en una segunda o tercera marca del Partido Progresista. Las otras son el PSOE y Ciudadanos.
Para ser justos, no ha sido Rajoy solo. Los barones regionales, desde Cifuentes a Feijóo, y casi todos los dirigentes del partido fundado por Manuel Fraga, desde las Nuevas Generaciones de cada provincia hasta los máximos órganos de la calle Génova, con las honrosas excepciones que confirman la regla, han contribuido con entusiasmo a esta entrega sin lucha ante la socialdemocracia, la ideología de género, el nacionalismo antiespañol y la dictadura cultural de la corrección política.
Este PP progresista, que se avergüenza de sus votantes, que incluso llega a decir que quienes se oponen al aborto no tienen cabida en él (Celia Villalobos), ha preparado durante años el terreno a unos progresistas mucho más lúcidos y consistentes, que son los dirigentes de Podemos, al igual que una parte sustancial de sus votantes.
Como señaló Richard M. Weaver, “un progresista es una persona que no es comunista, pero es incapaz de dar una buena razón para no serlo”. Se empieza creyendo que la economía lo es todo (a fin de cuentas, una idea ortodoxamente marxista) y se acaba legislando la hormonación de niños “transexuales”, sin necesidad del consentimiento paterno. (Hola, Cristina.)
Los dirigentes del PP, desde los niveles más bajos, suelen ser progresistas en la intimidad. Empiezan por definirse como agnósticos, cosa que hoy no llama la atención a nadie, porque se supone que religión y política no tienen nada que ver; mejor dicho, que no deben tener nada que ver. Que Rajoy se declare católico no es más que una incongruencia que probablemente se “resolverá” cuando otro cualquiera lo suceda al frente del partido. En todo caso, nunca hemos visto que sus creencias (si de verdad las tiene) interfieran en su acción o inacción políticas.
El hecho es que cuando uno no cree en nada firme, cualquier cosa es posible. Todos los giros de las directrices políticas, todos los cambios bruscos de consignas, y cosas mucho peores, pueden tragarse y digerirse, si se carece de referencias sólidas. El vacío íntimo de convicciones trascendentes es el caldo de cultivo del totalitarismo.
Cuando el hombre deja de creer en un Ser superior a él, fácilmente empieza a pensar que no hay tampoco ninguna norma que sea absolutamente inviolable; sin apenas darse cuenta, empieza a sentirse omnipotente. Así es como Hannah Arendt describió la psicología de comunistas y nacionalsocialistas: “Lo que liga a estos hombres es una firme y sincera fe en la omnipotencia humana. Su cinismo moral, su creencia de que todo está permitido, descansan en la súbita convicción de que todo es posible.”
Este es el espíritu fáustico que expresa el “Sí se puede”. Pero es un espíritu que embrionariamente ya se encuentra en los cuadros dirigentes de la mayoría de partidos, convertidos en puras maquinarias de conquista del poder, con la demoscopia como único credo. Ardo en deseos de saber si finalmente, en la próxima cita electoral, nos dispararemos en la sien, o de momento sólo en un pie.
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