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Positivismo jurídico, o… el Cuento del Árbitro Arbitrario

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Primera Parte

POR: Domovilu Melimilla 

Era un Colegiado arrogante, inflado de esa fútil pero embriagadora ilusión de ser poco menos que el Dueño Absoluto del Campo de Juego. Con los años, su soberbia se trocó en locura. Al Árbitro Arbitrario ya no le importaban las tradiciones futbolísticas, las normas establecidas y consensuadas entre quienes practicaban el deporte. Él era un progresista, lleno de ideas nuevas acerca de cómo mejorar el deporte. Cada día se le ocurría otra regla, LA regla definitiva que haría del fútbol algo mejor de lo que nunca había sido, y lo encumbraría a él a los ilustres anales de la Historia como más que “el reformador”, prácticamente el Nuevo Forjador del Deporte Futbolístico Perfeccionado.

Entretanto, en el campo de juego, los continuos cambios de reglas que nuestro árbitro imponía, eran causa de confusión y amargura. Es muy difícil…. ¿Qué digo? A la postre es enervante e imposible jugar a nada seriamente, si en medio de la partida te cambian las reglas de continuo. Un día es que el balón sólo ha de patearse con el pié izquierdo. Otro día era que a partir de ahora, se prohíben los porteros. Podía decidir en medio de una partida, que el campo “local” se convertía en “visitante” y viceversa, pero sin mover los tantos de campo geográfico, lo que súbitamente trocaba a ganadores en perdedores, y llenaba a los jugadores de iracunda frustración.

Lo que sucedió al final… no: por curioso que parezca, nadie despidió a tan mal árbitro. De alguna manera, él había conseguido difundir sobre sí mismo la imagen del buen progresista, pleno de intenciones altruistas, humanitarias, de innovación y mejora. Se rodeó de un aura intocable de sacralidad y, como los dioses, al final se quedó solo: los jugadores, desanimados, empezaron a ausentarse de cualquier juego que él arbitrase, preferían irse a jugar a cualquier otro lado. La deserción, por supuesto, la iniciaron los mejores jugadores: de alguna manera, ellos salían siempre los primeros y peor perjudicados, no tardaron nada en hastiarse, y simplemente se fueron a jugar en otros campos, donde las tradiciones futbolísticas, las normas establecidas y consensuadas entre quienes practicaban el deporte fueran respetadas a rajatabla. En menos palabras: donde NO imperase la arbitrariedad.

Al principio, nuestro Colegiado y sus masas de aduladores afearon a los futbolistas disidentes. ¿Qué cosa horrible no se dijo de ellos? Que eran egoístas, que eran mezquinos, ¡que eran Enemigos del Deporte!, por negarse en redondo a salirse de su encasillamiento y someterse al arbitrio del progresista Gran Reformador. No obstante, ello no detuvo la sangría. A los mejores jugadores siguieron los jugadores buenos. El sistema de “gobierno” del Arbitro Arbitrario tenía el curioso efecto colateral de que ahuyentaba a los mejores, mientras atraía a los peores, los fracasados, los perdedores que esperaban conseguir la victoria sin mérito ni esfuerzo propio, gracias a los manejos imprevisibles del Colegiado.

Desde entonces, la persecución (porque en ello acabó derivando) de los jugadores disidentes no ha cesado, sino lo contrario: ahora es un delito peligroso ser un excelente jugador de fútbol; es casi como una herejía, y se castiga en consecuencia. El fútbol ha devenido en un deporte lastimoso y aburrido, incluso a pesar de los continuos cambios de reglas: ya no levanta pasiones. Los estadios están prácticamente vacíos de espectadores. Los eventos no son radiados ni televisados, salvo donde obliga la ley, pero incluso así no hay audiencia: las ondas se pierden en el éter sin que nadie se digne captarlas, ni siquiera para matar el tiempo.

Pero entretanto, el Árbitro Arbitrario ha creado escuela y tiene ejércitos de continuadores…


Archivado en: ACTUALIDAD, DIVULGACIÓN Tagged: ARBITRARIEDAD, LEYES, NORMAS, POLÍTICA, PROGRES, SOCIEDAD

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