Cierta tarde el Mullah Nasrudin estaba pescando acompañado de su amigo, el panadero del pueblo.
Al tiempo sacó una gran trucha. La puso en su cesta y volvió a lanzar el anzuelo. Su amigo estaba tan celoso de la pesca del Mullah que se la quitó del cesto y se la metió en el bolso. Pocos minutos después se desperezaba y decía:
—Estoy demasiado cansado para continuar; creo que volveré a casa. Nasrudín se despidió de él y probó suerte un rato más. Pero pronto también decidió volver a su casa. Cuando había recogido su caña y su red, abrió el cesto para echar un vistazo a su trucha y vio que había desaparecido. Comprendiendo que su amigo le había quitado el pez, volvió a casa maquinando la forma de recuperarla. De paso, prefirió entrar a tomar el té con sus amigos, y al rato vio que el panadero entraba en la tetería.
—Hoy cogí una trucha de tres palmos de largo, comentó Nasrudín.
El panadero no dijo nada.
—Ahora que recuerdo, estaba bastante más cerca de los cinco palmos que de los tres, continuó el Mullah.
El panadero se mordió los labios, no atreviéndose a poner en tela de juicio la exageración de Nasrudín.
—¡Cuando digo cinco, realmente quiero decir diez!, gritó el Mullah. En realidad, ¡era casi tan grande como mi asno de las orejas a la cola!
Incapaz de soportar las mentiras por más tiempo, el panadero abrió su manto y puso la trucha sobre la mesa.
—¡Qué fanfarrón eres, Nasrudín! ¡Que vea todo el mundo que el pez tiene menos de dos palmos de largo!
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