Cierto vez, después de terminar de recitar el Corán, el imán dijo ante todos los creyentes:
—Una moneda de plata concedida por Dios al feligrés equivale al valor de mil monedas de plata.
Al día siguiente, el imán llevó su bello caballo a la feria para venderlo. Nasrudin, acercándose, le preguntó:
—Imán mío, ¿Cuánto vale este caballo?
—¡Cómo! ¿Quieres comprarlo?, dijo el iman sorprendido, examinando de arriba abajo al Mullah.Si no te estás jactando, yo te diré el precio exacto: mil monedas de plata. Si te faltara una sola moneda, no te lo venderé.
—¡Excelencia! El pobre nunca tiene la costumbre de mentir, exclamó Nasrudin, golpeteando la bolsa que llevaba sobre sus hombros. Si no tuviese dinero,agregó, no me atrevería a preguntarle el precio del caballo. ¿Mil monedas de plata, dice? ¡Eso es muy caro! Sin embargo, no quisiera regatear con su Excelencia: ¡Le pago las mil monedas de plata y me llevo el caballo!
Apenas terminó de formular estas palabras, el Mullah sacó de su bolsa una reluciente moneda de plata, se la entregó al imán y, tirando del caballo, se dispuso a marcharse.
—¿Te has vuelto loco?, gritó el imán encolerizado.¡Faltan novecientos noventa y nueve monedas de plata!, prosiguió lleno de ira. ¡Apúrate a sacar monedas de plata de la bolsa!
—Imán mío, respondió el Mullah, no falta ninguna moneda. Su barba mide una cuarta, agregó indicando la blanca barba del imán. ¿Cómo es posible no mantener su palabra? Ayer en el púlpito nos dijo: “Una moneda de plata concedida por Dios a sus feligreses equivale a mil monedas de plata”. Esta moneda de plata que acabo de darle, me la ha deparado Dios, justamente. De lo contrario, no tendría ni siquiera una moneda de cobre, y mucho menos una moneda de plata.
Al terminar de decir estas palabras, regresó muy contento a su casa, montando en su caballo.
El imán, carente de argumentos, se marchó sin replicar ni una sola palabra.
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